sábado, diciembre 03, 2016

El perro verde.



Anas entró en su tienda hecha con telas impermeables y se sentó frente al espejo. Se quitó el sombrero con forma de tarta de cumpleaños y percibió en espejo su mirada cansada debajo del maquillaje, con el flequillo sudado pegado a la frente. Cogió un trozo de tela, lo mojó por un extremo en agua y comenzó a quitarse los colores de su cara que lo habían transformado en el payaso que era. Mientras trataba de zafarse del color blanco que había quedado entre los pelos de la barba, se puso a pensar en que la jornada había sido igual de bonita que las demás, igual de reconfortante, aunque seguía siendo un trabajo extremadamente duro. Venía de jugar con cinco niños. Dos de ellos eran hermanos que habían perdido a sus padres en un bombardeo. El niño tenía nueve años. La pequeña tendría unos seis o siete y no era consciente del infierno en el que vivían. Tal vez nunca sería capaz de comprenderlo. Él mismo, que era un adulto, no lo entendía.

En mitad del juego del pañuelo, la pequeña se había sentado en el suelo y le había preguntado por mamá. Al recordarlo se le volvieron a empapar los ojos, a encoger el corazón. Tragó saliva. Los otros chicos tendrían unos diez u once años. No conocía bien la historia de estos, pero no distaría mucho más de la del resto de niños de aquel campo de refugiados.
- ¿Te gustan los perritos? -La niña lo había mirado con dos ojos enormes y asintió con la cabeza. Anas dio por finalizado el juego del pañuelo y sacó un inflador de globos moldeables. Tras girar uno en varias direcciones, con la destreza de quien realiza los movimientos de forma automática, un divertido perrito verde hecho con aquel globo iluminó la mirada de la pequeña, quien enseguida lo adoptó como su nueva mascota. Los demás críos se le echaron encima riendo, jaleando, solicitando un juguete recién creado para ellos también.
- ¡Yo quiero una espada! -Pedía el más alto.
- No sé hacer espadas -mintió- ¿No prefieres un perrito chihuahua? -El niño afirmó con la cabeza. Bastante despedazada tenían ya la vida con las armas de verdad como para que los juegos infantiles también fuesen con armas.

Metió las manos en el cubo donde mojaba el trapo con el que se limpiaba la cara y aprovechó para refrescarse la testa. Volvió a contemplar su reflejo en el espejo, ya sin los rasgos que le transformaban en payaso. Su mirada se posó en un pequeño recorte de periódico que le habían hecho llegar, pegado en una esquina del espejo. Estaba escrito en inglés. Era una foto de su segundo mes en el campo de refugiados, donde aparecía jugando con otros niños con su colorida indumentaria. El titular rezaba “El contrabandista de juguetes de Alepo”. Sonrió y volvió a decirse que aquello merecía la pena.

Alguien ha compartido hoy por Facebook una noticia de Europa Press que he podido leer en mi móvil, sentado en mi sofá mientras escuchaba música y descansaba las piernas tras haber estado haciendo deporte. El titular decía: “Muere el Payaso de Alepo en un bombardeo en la zona de la ciudad bajo control rebelde”.

He pensado que ojalá en el mundo hubiese más payasos haciendo perritos verdes de globo y menos gobiernos haciendo espadas de verdad.

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