jueves, marzo 21, 2013

Primavera




Siempre odié días como aquel; empezaba la primavera y los pajaritos ya estaban como locos revoloteando entre ellos. Aparecían los primeros nidos, las flores empezaban a engalanarse con sus más saturados colores y los insectos molestaban de aquí para allá. Eran los primeros días en los que apetecía vestir camisetas de manga corta, las chicas empezaban a ponerse faldas y las tardes eran más largas.
Los niños jugaban en los parques y jaleaban, las presumidas acudían a media tarde a la orilla del río y tomaban el sol para empezar a lucir moreno, los más deportistas ya se cruzaban con la gente corriendo o en bicicleta o paseando o sacando al perro. Los días eran geniales; todo hacía indicar que renacía el ciclo vital. Y yo estaba en la biblioteca tratando de evadirme de toda la primavera que le gritaba a mi cuerpo a voces para que saliese a empaparme de ella.

"El criterio de operatividad queda reflejado en torno…"
. Miré el móvil y desde la última vez que lo mirase, tres minutos atrás, nadie había tenido a bien distraer mis estudios.
Alcé la vista buscando algo en lo que entretenerme. Grandes mesas ocupaban una sala cuyas paredes estaban completamente repletas de libros descatalogados y obsoletos. Estanterías y estanterías de conocimiento que internet estaba condenando a convertirse más en reliquia que en herramienta. Una señora mayor, bien entrada en kilos, vigilaba toda la estancia. Volví a concentrarme en los folios que tenía delante, sintiéndome culpable por hacer el imbécil de aquella manera tan estúpida.
"El criterio de operatividad queda reflejado en torno…"


Miré el móvil de nuevo. Apenas si habían pasado otro par de minutos desde la última vez que lo miré. Desvié la vista a la ventana y fue peor: a lo lejos se veían niños correteando y muchachas guapas paseando. Me maldije bajito. Una pequeña risa. Miré en la dirección de la que venía y había una muchacha, poco más joven que yo, bastante guapa. O tal vez no lo fuese tanto, pero era muy llamativa. Qué cojones, estaba buena. Delgada y alta, que aunque estaba sentada, se notaba que mediría lo mismo que yo, tal vez más. Lucía una camiseta con caras de rockero y el hombro al aire, unos vaqueros gastados y apretados y un pelo castaño con unos mechones que le caían sobre la cara y trataba de recogerse tras la oreja. Me miraba divertida y me sonrió, como entendiéndome, haciéndonos cómplices en aquel puto momento de lo jodido que era estar allí metido, en un día tan fantástico como aquel, estudiando aquella maldita mierda que realmente para nada iba a servirnos justo en el momento en el que entregásemos el examen. Desvió la mirada y se centró en lo que estaba estudiando, pero sin dejar de sonreír.
Yo aún aguanté unos segundos con la vista en ella. Se me había acelerado el pulso y ya no me interesaba para nada lo que estaba estudiando. .

Me levanté y me dispuse a fumarme un cigarro fuera, a ver si lograba despejarme. Conforme caminaba hacia la puerta comprobé que la guapa me miró levemente, volviendo a sonreírme, y continuó con lo suyo. La señora mayor entrada en kilos me observó, severa, tras su mostrador. Hice un recorrido visual por el resto de la gran sala y me di cuenta entonces de que no había nadie más. Todos estarían fuera, disfrutando de la primavera, del buen tiempo que se mostraba tras varias semanas sin parar de llover.
Crucé la puerta y asqueado bajé las escaleras y salí a la calle. En el suelo había varias colillas de algunos que como yo habían decidido hacer un break en sus estudios, aunque el mío era ya de toda la tarde, porque dentro tampoco había avanzado nada. Estuve un rato allí, pensando en mis tonterías, aspirando humo, viendo a la gente disfrutar de aquel fantástico día que tanto añoraba, pero que seguro si no hubiese tenido que estudiar tampoco habría aprovechado por haber estado haciendo cualquiera de mis otras tonterías.

Tiré la colilla con las demás que había en el suelo y subí las dos plantas hasta la biblioteca. Al entrar en la sala, la guapa con la camiseta de rockera levantó la vista de sus apuntes, me miró y me sonrió. Me sentí feliz. Nadie más había en la sala. Pasé por delante del mostrador de la señora mayor que estaría vigilando para que ningún libro se escapase de su sitio y también me sonrió, pero con una de esas raras muecas que hacen las personas muy feas cuando sonríen. No supe cómo corresponderle y continué hasta mi sitio. Al sentarme, noté algo raro: mis apuntes no estaban como yo los había dejado, alguien los había movido. Fui a ponerlos bien y un trocito pequeño de papel asomó de entre los folios. Lo cogí con timidez y leí la nota, escrita a boli con letra de tía: "Me gustaría conocerte. Llámame" y su número de teléfono, que no pondré por aquí porque hay mucho cabrón suelto.
Creo que me puse de mil colores. Alcé la vista y la chica me sonrió de nuevo. Reuní todo el valor que pude y le guiñé un ojo, haciéndome el interesante. Ella simuló no entenderme y volvió a sonreír. Fue en ese momento cuando la puerta se abrió y apareció un macarra, de estos que no tienen ni media hostia pero que siempre que va con su grupo de cuatro o cinco matones te mira por encima del hombre perdonándote la vida, en un coche deportivo tuneado súper hortera y con música de reguetón a todo volumen. La guapa se levantó como un resorte, cogió todos sus papeles y se fue con él, sin mirarme siquiera la muy canalla. Y cuando llegó a la puerta, a la altura del macarra, le dio un beso en la boca de esos que resuenan en toda la sala y se te quedan retumbando en el oído unos segundos. Yo no sabía por qué estaba nervioso. La guapa le dijo algo al oído al macarra y el muy hijoputa soltó una medio carcajada, como si estuviese en mitad de una barrilada con el resto de sus matones cabrones en vez de en una biblioteca, mientras agarraba a la guapa de la cintura y salían fuera. Yo me quedé pensando unos segundos, mirando la nota que aún sujetaba en la mano. Me volvió a la cabeza la cara rara que me puso la guapa cuando le guiñé el ojo. Por primera vez pensé en la posibilidad de que ella no hubiese sido la de la nota. Miré alrededor en la sala buscando a alguien más, y sólo me encontré con la tibia mirada, fijada en mí, de la señora mayor y entrada en carnes tras su mostrador. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral.
Aquel examen, obviamente, lo suspendí.

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