lunes, noviembre 26, 2012

La última.





Desde que el ascensor se abrió yo sabía que era ella. Sus tacones acercándose por el pasillo con ese andar tan característico la delataban. El tintineo de las llaves saliendo de su bolso, el trabajo que le costaba girar la cerradura y el perfume que la precedía me sirvió para incorporarme en el sofá. A lo que no me dio tiempo fue a esconder el vaso con whisky. Desde la puerta del salón, guardando las llaves de nuevo, me miró seria. Cuando se dio cuenta de que estaba en calzoncillos, sentado en el sillón, con barba de tres días y frente a un vaso de whisky puso cara de asco, negó con la cabeza y continuó hasta el dormitorio. 
La escuché trapicheando en los cajones. Había venido a por la poca ropa que le quedaba por llevarse.
Estuve tentado de decirle algo, de pedirle que no se fuese, que lo intentásemos de nuevo, que le prometía noches como las del principio, que pondría mi poesía a su servicio, que sería la musa de mis fotos y mis lienzos, que dejaría el alcohol para siempre, que cuidaría de ella como nunca debí dejar de hacerlo, que la llevaría a París una vez al año y le contaría aquella bonita historia de Picasso en Montmatre cada vez que pisásemos el bohemio barrio. La necesitaba, porque mi cama estaba fría sin ella, porque las canciones ahora estaban vacías, porque desayunar solo era lo peor que me podía pasar en la vida. La necesitaba porque si ella se iba mi felicidad huía también, refugiada en su perfume, en su melena rizada, en sus caderas, en sus gemelos moldeados, en sus tacones desgastados, en su risa y en las pestañas postizas que a nadie le sentaban como a ella. 

Volvió a pararse en la puerta del salón. Llevaba una bolsa en la mano con la poca ropa que le quedaba. Me miraba con indiferencia o con asco. O con ambas cosas. 
- Mi abogado te llamará en estos días. -Me dijo, como quien dice que Cristóbal Colón pisó América en 1492. Como quien dice que la temperatura mínima de Alaska fue de -62º Centígrados en 1971 o que Einstein desarrolló la teoría de la Relatividad.
- Quédate con la casa, con el coche, con la tele, con lo que quieras. Pero por favor, no me dejes… -Lamenté. Me percaté de que mi lengua estaba un poco trabada, probablemente por el alcohol. Soné ridículo y patético.
- Oye… olvídate de mí. Será lo mejor.
- Yo te prometo lo que quieras, pero jamás podré prometerte que te olvidaré porque nunca te voy a olvidar. -Volví a sonar como un borracho triste y lamentable.
- Tus promesas no tienen valor. Hace tiempo que dejaron de tener valor. -Dijo alejándose, dejándome allí, como quien deja a un perro atropellado en la cuneta que todos saben que no saldrá de esa- Adiós.- Se le escuchó desde el otro lado de la puerta justo antes de cerrar con delicadeza. Sus tacones se alejaron hasta el ascensor y se perdieron en él.

El cuerpo me pedía llorar, pero no me salían lágrimas. Me puse en pie con dificultad y caminé hasta el dormitorio. Abrí sus cajones, su puerta del armario, y todo estaba vacío. Como yo me había quedado. Me pareció una foto muy ilustrativa, su cajón de la ropa interior abierto y vacío. Me senté en la cama y quise llorar de nuevo, pero no podía. Su perfume seguía en el ambiente.
En la mesita de noche quedaba media botella de whisky. La miré odiándola. Muy posiblemente fuese la culpable de todos mis males. "Es la última que me bebo", me dije, "pero me la voy a beber".

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