lunes, marzo 24, 2008



En marzo de 2003, un día que salía de la facultad, al pasar por un kiosco de prensa que está sobre la acera, justo al lado de la puerta de mi facultad, y que cuando llueve llena todo el suelo de fascículos y les ponen un plástico enorme a modo de impermeable que hace que se produzcan grandes atascos de peatones con sus paraguas debido al estrechamiento que provoca, vi la portada de la revista "Descubrir el Arte" y me llamó la atención por esos colores tan típicos de la paleta de Van Gogh. En la portada anunciaban que con motivo del 150 aniversario del nacimiento del genio, le habían dedicado un especial, y parte de ese especial eran cartas póstumas que le dedicaban algunos escritores y gente del mundo de la cultura.

Ayer, buscando en viejas carpetas, salió la revista. Del tirón fui a leer ese artículo. Y ahora lo comparto con vosotros. 



"Querido Vincent:


Mi padre, que es pintor de pincel fino, me enseñó desde niño que las cosas son como son, y no como quisiéramos que fuesen. La muerte, por ejemplo, es negra y obliga al luto, a los ropajes oscuros y tenebrosos. La sangre es roja, el cielo azul celeste y la hierba verde. Las espigas de un campo pueden tener una gama de tonalidades muy amplia, dependiendo de la época de la cosecha, de la luz del día y de la situación climatológica_ desde el dorado hasta el verde oscuro. Los ojos de un hombre pueden ser de varios colores, pero no de cualquier color. No pueden ser -pongamos por caso- ojos, como tú se los pintaste a un zuavo, ni tener el iris verdoso, como te los coloreaste a ti mismo en un autorretrato.


Mi padre me enseñó que tú no eras un artista de fiar porque no mostrabas las cosas como son realmente. Lo que tú hacías lo podía hacer cualquiera: mezclar los colores en la paleta para pintar un cielo -supongamos- y pintarlo luego con cualquier mezcla que se lograra: si se obtenía algún tono de azul se pintaba azul, pero si la mezcla daba verdes se pintaba de verde. Mi padre me preguntaba si yo había visto algún cielo verde. O algunos ojos con el iris rojo 

No los había visto nunca, y por eso, cuando crecí y viajé a Amsterdam en uno de esos viajes de estudiante en los que la vida se sorbe a grandes tragos todavía, no fui al museo en el que está tu pintura, el que lleva tu nombre, sino a los lugares sórdidos de la ciudad, que eran los que la habían hecho famosa en todo el mundo.

Me alojé en un albergue cuyo bar estaba lleno de carteles que anunciaban los precios de los distintos tipos de drogas que se vendían. Salí a tomar copas en garitos donde los hombres se besaban públicamente y bailaban medio desnudos con obscenidad. Y rondé durante horas por las calles rojas, mirando a las putas que se exhibían detrás de los escaparates en ropa interior.

Yo no era muy de andar con mujeres, y aquéllas, a pesar de la leyenda de Amsterdam, eran más bien mórbidas de carnes y estaban ajadas. Pero tenía 18 ó 19 años, y a esa edad, tú lo sabes, pueden disfrutarse hasta las cosas más pavorosas si se cree de buena fe que en ellas está la esencia misma de la vida. De modo que la última noche que iba a pasar en la ciudad me armé de valor, reuní todo el dinero que me quedaba para excesos y me fui en busca de una puta. Merodeé por el barrio durante más de dos horas, examinado muslos rosáceos en los que la celulitis hacía anillos, observando labios en los que el carmín cubría grietas delgadas y tratando de averiguar cuál era la pulposidad que habría en algunos senos o en algunos vientres. Por fin, elegí  a una de las putas más jóvenes y me encerré con ella en una de las habitaciones altas del burdel.


No te escribo para contarte mis intimidades, querido Vincent, de modo que deberás disculparme que eluda las minuciosidades eróticas, que no fueron, por lo demás, demasiado excelentes. Pero la puta, que acabó su faena con rapidez, debió de compadecerse de mí, porque en vez de echarme del burdel enseguida, como mandan el mercantilismo y la productividad, me limpió de excrecencias yu se tumbó a mi lado a conversar con un cigarrillo encendido. Tú sabes que los burdeles son como cátedras y que los conocimientos que se adquieren en una cama de puta son colosales, myores que los que consiguen muchos sabios en toda una vida de estudio. La mujer, que tenía un seno fofo caído encima de mi pecho, se me quedó mirando y me dijo que era muy guapo porque tenía los ojos anaranjados. "Orange eyes", fue lo que dijo. Entonces, de repente, me acordé de mi padre y de ti, Vincent, y me entraron ganas de llorar. torcí la cara para que la puta no me viera, y en el ventanal, por encima de los tejados picudos, vi que el cielo verdeaba como un campo. Al día siguiente, antes de que amaneciera, me marché de Amsterdam. Desde entonces no he sabido ya nunca de qué color eran mis ojos, ni la sangure, ni la hierba, ni la muerte."


Luis G. Martín (Madrid, 1962) autor de LA MUERTE DE TADZIO  -premio Ramón Gómez de la Serna- y EL ALMA DEL ERIZO.

1 comentario:

palenq dijo...

Pienso que el alma colorea cada una de nuestras emociones y sentimientos, o no es verdad que hay días en que el cielo es más azul y el sol brilla más,o por el contrario,el día se tiñe de gris y se apaga? y por cierto: que se busque otra excusa para irse de putas y no le eche la culpa a Van Gogh. En serio, envidio a los que plasmáis vuestra realidad en un lienzo, sois unos artistas.