viernes, diciembre 19, 2014

oro.



Era una tarde rara. Muy diferente a tantas otras, tal vez por eso estaba más concentrado de lo habitual. Mientras su cuadrilla, sus ayudantes, le iban poniendo el traje de luces, le amarraban lazos aquí y allá, le abrochaban este botón o le estiraban la camisa cuidadosamente almidonada, él ni los miraba; estaba absorto, concentrado en su tarde. La luz del sol entraba a través de una ventana lateral pequeñita que estaba en todo lo alto de la habitación y, al iluminar parte de su traje, los rayos volvían despedidos en todas direcciones, colaborando a teñir de oro aquellas paredes irregulares encaladas de manera llamativamente artesanal.

De repente volvió a la realidad y se dio cuenta de que le habían dejado sólo para que se concentrase. Se miró a sí mismo dentro de aquel traje apretado como una segunda piel. Brillante, histórico, artístico. Sin duda era un traje de lujo si era el último que iba a vestir en vida. También lo era si iba a salir por la puerta grande saludando al respetable. Se sentó sobre una banca de madera y cerró los ojos con fuerza. Hacía mucho calor y la parte inferior de la espalda estaba mojada de sudor. Afuera ya se escuchaba jaleo de gente que iba entrando a la plaza, pero él apenas si se percataba de ello. Estaba profundamente concentrado. Era como si estuviese bajo el agua y aquellos sonidos viniesen desde afuera, desde muchos kilómetros más allá. Trató de evadirse aún más de aquella pequeña estancia en la que estaba.

Estaba jugando en el campo con su amigo Pablo. Él le insistía en subir al árbol pero Pablo era reacio, así que le animó subiendo primero él. Se abrazó al tronco con brazos y piernas y empezó a escalar poco a poco, notando cómo se le clavaban levemente las irregularidades de la corteza en la piel a través de los pantalones de pana y del jersey gordo que llevaba en aquel frío invierno. Con dificultad llegó hasta la primera rama y con un grácil movimiento se agarró a ella subiendo con facilidad hacia la siguiente, algo más gruesa y con más apoyo.
- ¡Vamos! -Animó a Pablo para que le imitase. Éste, algo más grueso, mostró dificultades para imitar sus movimientos, pero también consiguió alcanzar finalmente la primera de las ramas un rato después.
- Otra más, te voy ganando… -Espetó de nuevo a su torpe amigo. Pablo se puso de pie sobre su rama para ascender a la siguiente. Y justo en ese momento, la corteza del árbol cedió bajo su bota y le desequilibró. Por instinto ofreció su mano, algo lejana de su amigo. Sus miradas se encontraron una milésima de segundo y el miedo recorrió como una fría ola toda su columna vertebral. Todo sucedió muy rápido, pero fue consciente de que era la última vez que vería aquella mirada.

Una puerta se abrió al final de la sala y le sacó de sus lejanos recuerdos. Había más de treinta grados pero sentía frío.
- Es la hora. -Anunció su apoderado. Él asintió con la cabeza y se puso en pie como un resorte. Un muchacho le acercó su montera, la espada y el capote. Un tercero abrió otra puerta lateral que daba acceso a un pequeño pasillo. El ruido de fondo se hizo más notorio. Se persignó, dio varios saltitos de nerviosismo y volvió a cerrar los ojos. Estaba sudando. Notaba el corazón golpeándole dentro. Tenía frío y calor a la vez. Las piernas temblaban levemente y notaba los brazos débiles.
- Vamos. -Dijo una voz tras de sí.

Los pasos le condujeron hacia el calor, hacia un ruido tronador, hacia una luz blanca cegadora. Dorada. Sentía el albero crujir bajo sus pies y el sudor inundar su frente. El público estalló en júbilo. El amarillo y el rojo se apoderó de todo. De fondo sonaban tambores y una trompeta. O varias. Pero él no veía ni miraba a nadie. Desde el otro lado del coliseo una puerta se abrió y un animal negro y enorme salía trotando, en dirección a él. Las piernas se le tensaron y relajó los brazos sujetando el capote con firmeza. A unos cuatro metros de él el animal se detuvo, midiéndolo, tratando de reconocerlo. Él apretó los dientes y estiró los brazos. Buscó la cabeza del animal. Y entonces se cruzó con su mirada. Volvió a quedarse helado a pesar del calor que reinaba en la plaza. Era la misma mirada que había visto tantos años atrás justo al caer de un árbol. Y aquella tarde olía a muerte.

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